Por Luis Decamps (*)
Uno de los temas de política exterior más relevantes en la grandilocuente retórica del
presidente Donald Trump es el relativo a la guerra ruso-ucraniana, específicamente en la
dirección de que es necesario ponerle fin (a través de negociaciones cimentadas en la
aceptación de los hechos consumados, conforme a su más reciente propuesta) para la
recuperación de la paz en los Estados contendientes y el sosiego en Europa y el resto del
mundo.
Como habrá de recordarse, desde la campaña electoral el mandatario estadounidense se
comprometió a procurar un acuerdo inmediato al respecto aplicando sus dotes de “gran
negociador” y apelando a sus buenas relaciones con Vladimir Putin, y nadie puede
negar que, procurando materializar esa promesa, una vez asumió la presidencia de
Estados Unidos situó la cuestión en un lugar prioritario de la agenda general de su
gobierno.
(Antes de continuar, y sin ánimo de minar el optimismo de algunos ni tratar de echarle
una pasta de jabón al sancocho, también se recuerda que las tratativas de paz en Europa
no involucrarán la pacificación del resto del mundo, pues los focos de violencia en el
Medio Oriente, África y Asia -Gaza, Sudán, El Congo, Yemen, Siria, Irak, etcétera-
seguirán encendidos sin importar lo que decidan Estados Unidos, Rusia, Ucrania o los
europeos).
El problema, por supuesto, es que aunque todavía es muy temprano para hacerle
exigencias sobre su promesa o para decir que han fracasado sus esfuerzos en busca de la
paz, hasta la fecha lo que Trump ha logrado pudiera ser contradictorio con esa meta y,
todavía peor, la reiteración de su comportamiento despectivo y arrogante frente a gran
parte del mundo (no solo ante Rusia, Ucrania y Europa) podría ser caldo de cultivo para
hostilidades mediatas o futuras de mayor dimensión.
Hay que comenzar por lo evidente: existe derecho a la duda en relación a si Trump
puede o no ser un agente real y decisivo de la paz en el planeta porque como
gobernante, hasta ahora, lo que ha hecho es dividir a sus propios ciudadanos entre los
que están con él y los “perdedores” o “estúpidos” (casi la mitad por bando), y mantiene
a su país en vilo con apuestas (basadas en consideraciones únicamente financieras e
ignorando la lógica de la economía política) por desmantelar la parte solidaria y
compasiva de su Estado.
Y ese arresto escéptico puede sumarse a otro, no menos proclive a suscitar reservas: ya
como inquilino de la Casa Blanca, Trump no ha cesado en su costumbre de exagerar,
dramatizar y hacer aseveraciones o dar cifras que no responden a la verdad, una
costumbre que puede estar a tono con su personalidad y hasta ser exitosa en el manejo
de los negocios privados, pero que deviene extorsiva e ineficaz en la conducción
gubernamental, por lo que podría ser riesgosa para la administración de las políticas
públicas.
Pero talvez convenga, para entrar en un terreno más cercano a la objetividad, obviar
esas dudas y, acudiendo exclusivamente a algunos hechos taxativos e inocultables, tratar
de examinar lo que ha hecho el mandatario estadounidense sobre el particular y lo que
ha logrado hasta hoy cuando menos a la luz de lo que se publica diariamente tanto en la
prensa convencional como en la digital.
Seguramente nadie ha olvidado su paso inicial: un acercamiento con el presidente ruso,
Vladimir Putin, para “deshielar” las relaciones, establecer comunicación amigable y
hablar sobres sus “coincidencias” en cuanto al tema de la guerra, entre las cuales -como
es de conocimiento general- están la de que ésta no debió comenzar nunca y (se dijo, no
es una especulación) que quien la precipitó fue Ucrania porque provocó a Rusia al
decidir integrarse a la OTAN.
Se puede estar o no de acuerdo con esas posiciones (de hecho, el mundo se dividió
desde el inicio de la guerra entre los que asumieron la última y los que no), pero
comenzar a buscar un acuerdo de paz cargando el dado sobre una de las partes en
conflicto no parece una buena táctica, e intentar viabilizarlo, como luego aconteció,
imponiendo lastres financieros de carácter imperial (control de sus materias primas
estratégicas) y condiciones humillantes (la cesión de los territorios ocupados por el
enemigo), parece un atropello que nadie con una pizca de dignidad aceptaría.
Es obvio que, aparte de que las posturas descritas entrañaron un cambio radical de
dirección en las relaciones de los Estados Unidos con el gobierno de Ucrania, las
mismas indican que quien las está adoptando elude una enseñanza elemental de la
Historia: nunca ha habido paz duradera si se fundamenta en el avasallamiento o la
humillación de una de las partes. Es decir, todo eso es sembrar la semilla para una
guerra recurrente y sin fin, casi seguramente protagonizada en principio por fracciones
disidentes.
En una orientación análogamente poco inclinada a la paz (y contraria al “guiño”
amistoso hacia América Latina del secretario de Estado Marco Rubio) pueden
inscribirse la ruptura de la política de buena vecindad con Canadá y México (atacados a
punta de aranceles bajo el alegato del tráfico de fentanilo y la inmigración ilegal), la
ignara falta de respeto a la primera planteándole que se convierta en estado de USA (en
desconocimiento de las diferencias de historia, cultura e identidad nacional), el
“cambio” de nombre del golfo de México y la propuesta de comprarle Groenlandia a
Dinamarca.
Tampoco exhibe connotaciones pacifistas la presión que está ejerciendo la
administración de Trump sobre los Estados europeos para que incrementen sus
presupuestos de defensa, ofrezcan más ayuda financiera a Ucrania y adopten (so pena
de colocarles aranceles a sus exportaciones) medidas para modificar relaciones
comerciales “injustas”, pues se trata de exigencias contradictorias entre sí aunque con
un desenlace único: el rearme de Europa (violentando el espíritu de los acuerdos que le
pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial), que sin didas será a costa de una gran
hemorragia financiera (lo que podría expresarse en descenso de las condiciones de vida
de la gente).
Por otra parte, y pese a que aún están por verse los efectos reales sobre la paz en el
mundo que tendrá la guerra arancelaria generalizada que ha iniciado Trump, el
mandatario y sus asesores se alejan bastante de los principios elementales de la
economía política -como ya se insinuó- al asumir y vender la idea que la aplicación de
aranceles favorecerá a los Estados Unidos cuando podría ser lo contrario:
momentáneamente pondría mucho dinero en manos del Estado, pero probablemente
produciría un incremento de la inflación interna y de importantes caídas en el comercio
exterior y la bolsa de valores, amén de que habría que ver en última instancia en qué se
gastará (porque se sospecha que se contrapesará para bajar los impuestos a los ricos).
En ese contexto más belicoso que contemporizador, los europeos se han comenzado a
distanciar de Trump sin pelear y están hablando de disponer de 800 mil millones de
euros para rearmar a Europa (y habría que ver de dónde saldrá ese dinero: se supone que
hasta ahora por lo menos una parte se invertía en garantizar la paz social por medio de
programas estatales favor de la ciudadanía menos afortunada), mientras China proclama
que “está dispuesta” a la guerra con Estados Unidos “en cualquier escenario”, quizás
mimetizando el propio estilo desafiante y “duro” del presidente estadounidense.
Hay que insistir: es muy difícil encontrarle esencia pacifista a las citadas acciones o
pretensiones de Trump, unas riesgosas desde el punto de vista de la tranquilidad de su
propia nación y otras perturbadoras para los vecinos o los aliados tradicionales de los
Estados Unidos.
Y dentro de ese panorama tan confuso y fragmentario es de suponer que quienes deben
estar más contentos con la política exterior de Trump son los dictadores, los
fundamentalistas religiosos de todos los pelajes y los partidos y líderes de la
ultraderecha antidemocrática, en tanto que la gente moderada o racional en todo el
mundo alberga serios temores y preocupaciones, por lo que aquel deberá rogarle al
santo de su mayor devoción para que no haya una escalada guerrerista que encuentre a
Estados Unido con la mitad de sus ciudadanos amotinados y con sus aliados más
ofendidos y reticentes.
Con todo eso aconteciendo o en perspectiva (y más allá de los intentos por justificar a
Trump con una manida conseja históricamente desfasada y de acento militarista: “Si
quieres la paz, prepárate para la guerra”), la pregunta no deja de rondar en toda
conciencia mínimamente sensible: ¿él está trabajando para la paz o para la guerra? Hay
justificadas dudas sobre el particular, pero por el momento la respuesta habrá que
dejársela una vez más al viejo e inefable Cronos.
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.
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